Si la corrupción es una de las caras del rostro del orteguismo, la mentira es la otra que lo complementa. A partir de la derrota electoral del 90, Daniel Ortega y sus principales colaboradores, devenidos en una suerte de círculo de hierro, han eslabonado a través del tiempo una cadena de mentiras, que al mejor estilo del ministro de propaganda nazi, Joseph Goebbels, de manera constante repiten y convierten en realidad, enredando en la madeja, no solo a sus bases, sino que a todos aquellos que de una u otra forma han creído en los cantos de sirenas del caudillo o dado un voto de confianza a un discurso cargado de reminiscencias de un pasado que no volverá jamás.
Algunos han sido sorprendidos, quizás por la inercia de la costumbre y otros, por la insistencia en continuar creyendo en la utopía que se resiste a morir ante la cruda realidad de los hechos, que no hacen más que confirmar, cada día que pasa, que estamos más ante un retorno del somocismo, que frente a la segunda etapa de una revolución que dejó de existir como tal en Enero de 1990 y quizás mucho antes. Fue precisamente este año, en que al entregar el poder, perdido por los votos y el cansancio de los nicaragüenses de una paz y los ríos de leche y miel que nunca llegaban, el entonces presidente derrotado juraba gobernar desde abajo.
La gran mentira fue que a partir de ese día empezaba a cogobernar desde arriba y no en beneficio de las masas sandinistas derrotadas en las urnas, sino para mantener incólumes los bienes y privilegios que dejaron para unos pocos, los casi 11 años de lucha y sacrificio de la inmensa mayoría de los nicaragüenses. Salvar el producto de la rapiña era más importante que conservar la dignidad y los principios revolucionarios, tan llevados y traídos durante la época en que la guerra y la muerte eran el pan nuestro de cada día.
Luego fue el supuesto liderazgo ideológico a lo interno del partido, acusando a los antiguos compañeros de claudicar ante los nuevos gobernantes de derecha, mismos con los que se entendieron a la perfección. La mentira fue que detrás de un discurso de izquierda, se escondía la ambición de apoderarse del partido y convertirlo en la secta que es ahora, en el más claro retroceso político e ideológico, un sancocho fascistoide llamado orteguismo. Se ataba entonces la suerte del partido a la del caudillo, ni más ni menos que repitiendo el fracaso del Partido Liberal Nacionalista y Anastasio Somoza.
Posteriormente fueron las diatribas en contra de Arnoldo Alemán, acusado por quienes después serían sus socios, de ser el gobierno más corrupto de la historia. La mentira fue que detrás de tanta alharaca moralista se escondía el Pacto del 2000 entre Alemán y Ortega, llamado por sus mismos ideólogos como el Pacto de los Mengalos, que repartían el poder, las instituciones y demás está decirlo, el presupuesto, en partes proporcionales para cada fuerza, de acuerdo a la correlación del momento. Con la dignidad y la vergüenza perdida, el único fin válido era volver al poder algún día, sin detenerse en los medios para lograrlo, al mejor estilo de Nicolás de Maquiavelo.
Siguieron las promesas de la campaña electoral que llevó a Ortega nuevamente al gobierno en el 2006. Promesas de nunca jamás repetir todo lo que había hecho anteriormente. Promesas de respetar la Constitución. Promesas de respetar el sistema democrático. Promesas de restablecer la institucionalidad demolida por el pacto entre él y Alemán. Promesas de convivir en paz con el vecindario internacional. Promesas de reconstruir el estado de derecho, convertido en cenizas a partir de la cooptación del sistema judicial por parte de sus operadores políticos. La gran mentira fue que a partir del mismísimo día de la toma de posesión, se inició el asalto a todas las instituciones del estado y alcaldías, fraude incluido, convirtiéndolas de hecho en casas de campaña, donde al amparo de los recursos del estado, se cuecen las pretensiones reeleccionistas del caudillo.
Ya en el poder, vino el discurso atacando los 16 años de gobiernos neoliberales, satanizados hasta más no poder, por lucrarse inmoralmente de las arcas del erario público, por ser fuentes de riquezas mal habidas, por atentar contra los pobres de la tierra, por ser lacayos del imperialismo, ya no sólo el norteamericano, sino también del neo colonialismo europeo, el nuevo gran enemigo. La gran mentira es que estamos ante un gobierno sumiso ante el Fondo Monetario Internacional, FMI, mejor alumno inclusive que el gobierno de Enrique Bolaños, tildado por sus detractores como el más pro yanqui de la historia. La gran mentira es que estamos ante un gobernante que exhibe una fortuna valorada en más de 1,200 millones de dólares, acumulada en menos de cuatro años bajo el amparo del usufructo de la privatizada cooperación venezolana. La cruda realidad de los hechos se impone, con clara contundencia, ante la retórica destinada para el consumo de las bases orteguistas, fidelizadas a costa de láminas de zinc, vaquitas, chanchos y gallinas.
Y finalmente, la agitación del nacionalismo y el patriotismo de los nicaragüenses, para defender la soberanía nacional puesta en peligro por el guerrerismo y la voracidad de los ticos, que han enfocado la mira en el Rio San Juan. Malos vecinos que nos niegan el derecho a dragar los caños de su desembocadura, aunque sea a punta de pico y pala, a pesar de contar con maquinaria, que aunque hechiza, el novel Ingeniero Hidráulico a cargo de las operaciones, garantiza al ciento por ciento su eficiencia. Y para reforzar la unidad de los nicaragüenses ante la defensa del pais, puesta a prueba en tres kilómetros cuadrados de suampos, tres leyes, que cual Reyes Magos en los días de la próxima Natividad, traerán consigo la buena nueva de que estamos ante el advenimiento de una era de respeto absoluto a nuestras fronteras, a la defensa del país y a la seguridad nacional.
La gran mentira es que el conflicto creado es mas artificial que un implante de silicona, necesario para los dos gobernantes que pretenden acallar voces que acusan de ineptitud por un lado y para mediatizar a la opinión pública por el otro. Se pretende, por la vía de atizar el patrioterismo, ocultar la verdadera intención del presidente Ortega, la reelección presidencial y para alcanzarla no importa inventar la crisis que sea necesario inventar. Todo el estado, toda la secta y todos los recursos disponibles están puestos en función de la reelección.
Las tres leyes, enviadas con la inequívoca trampa revestida de “carácter de urgencia”, no tienen más objetivos que garantizar que el día después de las elecciones, ante una masa enardecida por el fraude electoral que se cuece desde antes de la toma de posesión, el presidente Ortega decrete un Estado de Emergencia, imposible de revertir por la Asamblea Nacional en virtud del articulado de las leyes propuestas y ponga a disposición del Jefe Supremo del Ejército, que es él mismo, además de los efectivos de las Fuerzas Armadas, a todos los empleados del estado y de las alcaldías, para sofocar la más que probable ira del pueblo, que sabrá defender su voto en las calles, un voto por la democracia, la institucionalidad, el estado de derecho, la honradez y la transparencia de los funcionarios en la gestión pública.
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